domingo, septiembre 09, 2007

Retro

OK. Debo hacer caldo de cabeza una vez más. Dejé botado el blog pero valió la pena.

Ya retomaré un montón de temas a analizar, pero estoy inspirado con otra cosa asi que ahí voy, vuelta a lo mismo. Esto parecerá una composición onda “mis vacaciones”, pero esta debería llamarse “mi casa”.

Hace años que el tema de mi niñez esta rondando. Será la crisis de llegar en un par de meses a mi cuarto cambio de folio. Cumplir 40 no es una cosa menor, pero parece que los que pertenemos a esta generación sufrimos de regresión crónica. Punto de una nota más adelante.

Hace mucho tiempo, que no confesaré, quiero regresar a la ciudad, o pueblo para los menospreciadores, en donde me crié: Villa Alemana.

Menospreciada área ubicada al este de Viña del Mar y Quilpué, un lugar donde mis padres decidieron irse poco después de yo haber nacido. Se podría decir que yo soy de allá, no de Santiago. Aunque nací en el hospital clínico de la Católica, mis padres enfilaron en ese rumbo tanto por razones laborales como por que este pechito se le ocurrió nacer con una enfermedad llamada Falso Krupp o Angioedema, como también porque mi papá trabajaba en la planta de la automotriz Ford que se encontraba en Casablanca, cerca de allí. Mi mamá luego trabajaría en la Universidad de Chile (ahora Universidad de Valparaíso) para llegar a ser Jefe Administrativo, lo que consolidó una estadía en la ciudad “de la eterna primavera” desde 1968 (que me corrijan mis viejos) hasta Enero de 1983 cuando mi mamá empacó todo y nos agarró de vuelta a Santiago donde se vislumbraba un mejor porvenir laboral y educativo, mi hermana Viviana con 12 años y yo con 15.

Pero volvamos al tiempo en que vivíamos allá.

Mis papás se fueron a la casa piloto de un conjunto habitacional ubicado entre las calles Viena, Prat y Lisboa de la ciudad, en donde aun siendo casas de modesta construcción mi papa y mi mamá se las arreglaron en implementarlas con comodidades que aparte de funcionales, muchas de ellas perduran hasta hoy. Una casa de dos habitaciones y una cocina y living comedor de no mas de 80 mt. Cuadrados que en 10 años mi papa y mi mamá con sus propias manos se preocuparon no solo de mantener bien pintada sino también de construir rejas, panderetas, parrón, banco carpintero, lavadero, una extensión de baño y de cocina, mi dormitorio, un cuarto de guardar bicicletas, balones de gas, equipos de camping y cuanto cachureo de pesca se les ocurra, una piscina elevada, varias jardineras (de verdad, no de esas portátiles), una asador y varias otras cosas que aun me sorprenden por su visión y perseverancia.

Una casa que mis parientes disfrutaban visitar. Y mis papas les encantaban recibir a parentelas propias y familia extendida. Lugar de encuentro de visitas locales e internacionales, y mas tarde nuestros amigos y compañeros de colegio cuando los tiempos de salir al mundo nos llamaban a compartir con amigos del curso, liceo y otros lados.

Si hay un tiempo en donde me hubiera gustado haber tenido la tecnología que disponemos ahora, en donde las cámaras fotográficas y de video digitales nos permiten guardar momentos entrañables, es este periodo el que me gustaría rescatar. Si bien es cierto después de 1981 no fue tan bueno recordar por razones que no viene al caso, los 70’s en casa de los Vivanco-Pinto fue para atesorar. Mis padres tenían una buena situación económica. No éramos ABC1, nunca tuvimos auto, pero nunca faltaba la navidad en donde mi mamá preparaba cosas muy ricas, mi papá ocasionalmente conseguía una rica centolla, o de vez en cuando un fin de semana las machas a la parmesana parecían salir por arte de magia del horno de mi viejita. En fin, mis viejos no se daban grandes lujos pero la felicidad era siempre tener rica comida, buena calefacción y ellos siempre estaban preocupados que no faltara nada en casa.

Me acuerdo de esos fines de semana cuando mi papá regresaba de su trabajo para volver a maestrear a la casa y mi mamá cocinando, haciendo un postre de coco o un brazo de reina, nosotros alternando entre la sencilla piscina que el hizo con sus propias manos, recogiendo damascos del árbol que aun existe y que se llegaba a desganchar del peso de los frutos que lo llenaban a fines de diciembre cada año. Yo compartiendo con mis amigos en cada salida en bicicleta, volando con mi imaginación hasta bien entrado lo pailón, cuando tenia 14 o 15 años y aun rayaba con Star Wars o Superman o Spider-man o el Doctor Who o cuanta cosa que me llamara la atención en la tele o leyendo comics.

Otro de los recuerdos entrañables es mi hermana, con la que tuve siempre buena vibra. Actualmente esposa y madre de tres preciosos hijos a los que adoro como si fueran mis propios hijos, mi hermana desde que nació en 1970 fue un cable a tierra para mi. Una de las pocas cosas que quiero más en esta vida, y alguien que cuidé desde que nació. Aunque como todos los hermanos siempre tuvimos roces, nos agarrábamos a combos firme hasta pasada la adolescencia, siempre la he querido y ha sido mi mejor amiga, y después que yo cumplí 20 años encontré un nuevo respeto hacia ella, por su inteligencia y por su capacidad de cariño. Somos tan iguales y tan distintos a la vez, ella, ciertamente, mucho mas pragmática que yo, que siempre fui demasiado autista y poco práctico. A ella la recuerdo corriendo por el patio de la casa con el ombligo al aire y sus chapes, y su sonrisa, siempre a mi lado.

Se que a ella no le interesa mucho que le converse de Villa Alemana y ella tendrá sus razones. Pero lo que yo experimente hoy fue un círculo completo. Regrese a un lugar que, aunque ahora este lleno de antenas de televisión digital, pavimento en donde había arena y arcilla, potentes luces donde antes había faroles de plaza y casas apiladas en los sitios eriazos en donde corría y saltaba con mi bicicleta, aun conserva esa esencia del lugar que yo puedo llamar hogar.

Al inicio de esta semana estábamos hablando por Skype con mi papá, como lo hacemos casi a diario, y le conté que tenía ganas de ir a Villa Alemana porque esta época del año con el verde de los cerros y los aromos en flor es una postal imperdible, proyecto que tenía postergado por anga o por manga. El me sugirió que fuéramos juntos, cosa que honestamente al principio pensé que podía coartar lo que quería hacer, caminar por todos los lugares que recuerdo con cariño: Mi casa, el camino que recorría a mis colegios, la Escuela 186, mi siguiente escuela al final de la calle Madrid, mi primer liceo, donde en un año aprendí a potenciar mi francés y mi inglés, el camino hacia el “centro” de Villa Alemana, el paseo Latorre, la Avenida Valparaíso, para luego caminar a la estación y la ruta hacia las casas de mis amigos de niñez, Ralph, Berta, Fabiana, Nelson, Alejandro y Lucy.

Con mi papá con una lesión en un pie creí que este iba a ser una vuelta corta por un par de lugares y que me iba a tener que conformar con sacar un par de fotos y de vuelta a Providencia, pero no fue asi. Me junté con él en Valparaíso luego de un cortísimo viaje que aproveché de dormir en bus que no tomó mas de una hora y media desde Santiago, y con mi papá esperándome y llamándome al celular para preguntarme si venía viajando a nuestra cita. Llegué como siempre media hora atrasado pero mi viejito estaba esperándome pacientemente, listo para tomar una micro a la estación puerto del Metro.

Años hacía que no iba en tren hacia mi pueblo. Pero ya no era un tren. Ahora es un metro. Con todas sus letras y ya se lo quisiera cualquier ciudad, impecablemente implementado, sencillo pero limpio, con asientos con un tapiz impecable, pisos y vidrios pulcros y gente a bordo que saber como utilizarlo, a diferencia de algunas capitales que no quiero decir, pero que deberían tomar clases de urbanidad, como Santiago. Bueno, lo dije y ya.

En un viaje que años atrás te hubiera dejado aburrido, me parece mas larga una vuelta desde Tobalaba al Paseo Ahumada. Ahí estábamos en la nueva estación del tren/metro de Villa Alemana. El día estaba gris, si, pero el aire de primavera era inconfundible. Habia lloviznado en esta zona y el polen y el verde recien lavado por el rocío tiene un aroma muy particular. Estaba de vuelta en casa.

Nos fuimos caminando a paso normal por Avenida Latorre, pasando por mi segundo colegio, la Escuela Nº 186 (No alcanzamos a ir al Colegio Alemán pero ya andaremos por allá) y pasamos por varios hitos: donde se encontraba la farmacia del papá de mi amigo Ralph Allesch, luego por aquella esquina donde compraba los comics del Increíble Hulk y las revistas de Disney en el kiosco de don Enrique, la panadería Beartzun donde comprabamos pan batido todos los dias (como se les dice a las marraquetas en esa zona), la esquina de la Rotisería, la casa de los mosaicos, el taller del señor que arreglaba bicicletas, hasta llegar a mi casa en el número 546 de la calle Viena. Y mientras hablaba con mi papá se me venían a 1 billón de kilómetros por hora tantas imágenes, aromas, sensaciones. Traté de concentrarme en sacar al menos una fotografía de mi casa para no caer sentado en la vereda, porque simplemente me agobió la emoción de estar alli tras tanto tiempo. Díganme idiota, llorón, nostálgico o lo que quieran pero echaba mucho de menos ese lugar. Hubo algo en ese pueblo que me marcó de por vida y cada año tanto en invierno, verano, primavera u otoño siempre hay algo que me hace acordar de ese capítulo de mi vida, ya sea por recuerdos tristes o felices, pero gracias a Dios la mayoría, felices. La lluvia de invierno que invitaba a regalonear ya ver tele. La primavera que nos llevaba a los cerros a encumbrar volantines y a buscar helechos para el jardín de mi mamá. Los veranos de la piscina interminable y el parron lleno de grandes racimos de uvas. Y esos otoños con unas puestas de solo simplemente indescrip

Mi papá poniendo nuestras primeras bicicletas en la entrada de la casa en navidad, pretendiendo hacerlas pasar como obra del Viejo Pascuero, la construcción de la piscina, ladrido a ladrillo, la construcción de mi habitación propia, el banco carpintero de mi papá donde yo armaba (o trataba de armar) mis propios juguetes, los jardines, enredaderas y la comida de mi mamá, mi hermana corriendo y riéndose cuando era tan solo una niña, los rosotros de mi tía abuela Maya y mi abuelita Magdalena, mis amigos, mis padrinos preocupados por mi, mis tíos mas jóvenes de vacaciones, mis abuelos que nos iban a ver, mis padres jardineando, papá cortando el seto y mi papa barriendo la calle. Mis perros Cachupín, Wingo y Shauffey. Esa casa tenía muy buena vibra.

Este viaje fue redondo. Quizás no caminamos tanto como hubiera querido pero ese viaje lo fue todo para mi. En este momento me cuesta escribir esto porque a cada rato se me hace un nudo en la garganta. Mi papá como siempre complementa sus recuerdos y sus anhelos con tanta información que me ayuda a comprender que si bien es cierto tengo que estar agradecido por lo que tengo ahora, nunca tengo que renegar que mi infancia fue, y siempre será uno de mis mas grandes tesoros.

Lo pasé chancho, me reuni con mi papá, compartimos recuerdos hasta de las cosas mas mínimas, me reconcilié con mis recuerdos, respiré un aire que me energiza como pocos y doy gracias por haber tenido la posibilidad de recargar mis pilas para poder llegar a un cambio de folio mas íntegro, mas honesto.